Ecos
La herencia invisible
Lo escucho desde la cocina.
Mi hijo está en su cuarto haciendo los deberes. Tiene nueve años. Debería estar jugando, dibujando, haciendo el tonto. Pero está haciendo los deberes.
Y se está hablando a sí mismo.
—Eres tonto. Pero qué tonto eres.
Me quedo quieta con el trapo en la mano.
—Esto es facilísimo y no te sale. Facilísimo.
Su voz. No es enfado. Es peor. Es desprecio.
Hacia él mismo.
Dejo el trapo. Voy hacia su cuarto. Despacio. Como si no quisiera ver algo que no sé bien qué es.
Está sentado en su escritorio. La espalda tensa. El lápiz apretado en la mano. Tiene un problema de mates delante que, efectivamente, debería ser fácil. Para un adulto. Para alguien que lleva décadas sumando y restando sin pensar.
Para un niño de nueve años que lleva todo el día en el colegio, en las extraescolares, que ha llegado a casa a las 8 y que ahora mismo está cansado, es otra cosa.
Borra. Con fuerza. Tan fuerte que rompe un poco el papel.
—Joder. Lo has roto. Eres imbécil.
Imbécil.
Mi hijo de nueve años acaba de llamarse imbécil.
Con la misma entonación. El mismo tono. Las mismas palabras que yo uso cuando me equivoco en algo.
Me apoyo en el marco de la puerta porque necesito algo sólido que me sostenga.
Porque acabo de verme.
No en un espejo de verdad. En él.
En mi hijo.
Usando mi látigo.
No se lo he dado conscientemente. No ha habido un momento en que le haya dicho “toma, este es el látigo familiar, cuídalo bien y úsalo a menudo contigo mismo”.
Pero lo ha cogido de todas formas.
Porque me ha visto usarlo conmigo misma.
Miles de veces.
Cuando se me quema la cena y digo “pero qué inútil eres”.
Cuando llego tarde a algo y murmuro “siempre igual, no puedes ni organizarte”.
Cuando me equivoco en el trabajo y me paso dos días machacándome por ese error.
Cuando no llego a todo y me digo que si me esforzara más, si fuera mejor, si no fuera tan desastre...
Él lo ha visto todo.
Y lo ha aprendido.
No lo que le digo. Lo que ve.
Le digo que está bien equivocarse. Que los errores son parte de aprender. Que todos fallamos y no pasa nada.
Pero cuando yo fallo, me trato como una mierda.
¿Y qué hace él con esa contradicción?
Aprende del ejemplo. No del discurso.
Coge mi látigo. Se lo pone en su propia espalda. Y empieza a usarlo.
A los nueve años.
Entro en su cuarto.
—Cariño.
Levanta la vista. Tiene los ojos rojos.
—No me sale, mamá. Y es fácil. Debería salirme.
Debería.
Esa palabra. Cuántas veces la he usado yo.
Debería estar más organizada. Debería llegar a todo. Debería ser mejor madre. Debería, debería, debería.
Y ahora está en su boca.
Me siento a su lado.
—Es normal que cueste. Llevas todo el día en el cole. Estás cansado.
—Pero los demás sí que lo hacen bien.
Los demás.
La comparación. También la ha aprendido de mí.
De verme mirar las vidas de otras. De escucharme decir que si fuera como tal o cual. De sentir esa tensión constante de no ser suficiente.
—Los demás no importan ahora. Importas tú. Y tú estás cansado.
Me mira.
—Tú nunca te equivocas.
Me quedo en silencio.
Porque podría decirle que sí, que me equivoco constantemente. Pero sería mentira si no va acompañado de cambiar la manera en que me trato cuando me equivoco.
Las palabras sin actos no valen nada.
—Me equivoco un montón. Pero tienes razón en algo: cuando me equivoco, me trato fatal. Y eso está mal.
Parpadea.
—¿Está mal?
—Está mal. Muy mal. Porque equivocarse es humano. Y tratarme mal por ser humana no tiene ningún sentido.
Se queda pensando.
—Pero tú siempre dices que eres tonta cuando haces algo mal.
—Lo sé. Y no debería. Porque no soy tonta. Me he equivocado. Que no es lo mismo.
Silencio.
—Y tú tampoco eres tonto. Te has atascado en un problema. Que tampoco es lo mismo.
Asiente despacio.
—¿Y qué hago?
—Ahora, nada. Vamos a dejarlo. Cuando estás tan cansado no puedes pensar con claridad. Y seguir dale que dale solo va a hacer que te sientas peor.
—Pero tengo que terminarlo.
—Mañana. Con la cabeza despejada te va a salir en dos minutos. Ahora solo estás dándote contra la pared.
Me mira como si acabara de decir algo en otro idioma.
Y lo entiendo. Porque durante nueve años le he enseñado, sin querer, exactamente lo contrario.
Que hay que llegar a todo. Que hay que hacerlo bien. Que equivocarse es fallar. Que no puedes parar hasta que esté perfecto.
Todo lo que yo hago conmigo misma.
Todo mi látigo, ahora en sus manos.
Cerramos el cuaderno.
No hablamos más del tema.
Pero algo se ha movido.
Muy pequeño. Muy sutil.
Una grieta.
En mi manera de ver las cosas. En mi manera de verme a mí misma. En mi manera de entender que esto no va solo de mí.
Que mi hijo me está mirando.
Que está aprendiendo a tratarse de la manera que yo me trato.
Que le estoy enseñando, sin palabras, que no merece cuidado cuando falla.
Y eso no es lo que quiero para él.
No quiero que llegue a los cuarenta y lleve una vida bajo el látigo. Exigiéndose hasta romperse. Machacándose por cada error. Sin darse tregua nunca.
No quiero eso para él.
Pero si no cambio yo, si sigo usándome el látigo delante suyo, eso es exactamente lo que le estoy enseñando.
No con lo que digo.
Con lo que hago.
Con lo que él ve.
Esa noche, después de que se duerma, me quedo mirando el techo.
Pensando en todas las veces que me he tratado mal delante de él.
En todas las veces que he priorizado hacer más por encima de estar bien.
En todas las veces que me he disculpado con él por gritar pero no me he disculpado conmigo misma por tratarme como basura.
Y pienso: esto tiene que cambiar.
No mañana. No de golpe.
Pero tiene que empezar.
Porque no puedo darle pluma si yo vivo bajo el látigo.
No puedo enseñarle a tratarse bien si yo me trato fatal.
No puedo pedirle que se cuide si yo nunca me cuido.
Es imposible.
Y durante demasiado tiempo he intentado lo imposible.
Intentar ser Madre Pluma mientras vivía como Mujer Látigo.
Pero hoy lo he visto claro.
En sus ojos. En sus palabras. En su manera de hablarse.
Mi látigo ya no es solo mío.
Es suyo también.
Y eso, eso es lo que finalmente me hace parar.
No solo por mí.
Por él.
Porque merece algo mejor que este legado.
Y quizás yo también.
Hay cosas que ves y ya no puedes dejar de ver.
Este relato nace del post que publiqué sobre ser Madre Pluma en un mundo de látigos. Ahí te cuento TODO lo que el sistema no te deja hacer como madre consciente, y por qué es tan jodido criar desde la pluma cuando vives bajo el látigo.
Porque aquí está la clave: tus hijos no aprenden de lo que les dices. Aprenden de lo que ven. Y si te ven machacándote, comparándote, exigiéndote sin tregua... adivina qué van a aprender.
[Lee el post completo aquí: “Ser Madre Pluma es jodidamente difícil”]
Este no es un relato con solución. Es solo el momento de la toma de consciencia. Ese “ah, mierda, ahí está” que es el primer paso para cualquier cambio real.
👇 Cuéntame: ¿Has tenido tu momento espejo? ¿Ese instante donde viste tu látigo en las manos de tus hijos? ¿O todavía estás esperando verlo?
Si este relato te ha removido algo (y sospecho que sí), forma parte de esta tribu donde hablamos sin filtros de lo que nadie cuenta pero todas vivimos. Suscríbete gratis y recibe cada semana textos que te hacen pensar, sentir, y sobre todo, verte.
Bienvenida a 🖋️ Relatos Pluma



Cuanto me alegré cuando leí "Y quizás yo también", porque si no, era más látigo. Hermoso texto.